Protectores de Asgard. Renacer
Tras la batalla de Midgard, la destrucción de los nueve mundos se ha cumplido, pese a la desaparición de Hilda Landvik, la armonía se ha quebrado definitivamente, arrasando a todos los mundos del Yggdrasil.
Birgitta, a pesar de las diferencias con Tobías, que niega lo sucedido, ha acudido a la llamada de Odín, que quiere ofrecerle un trato: Encontrar la espada del dios Tyr, que lleva años escondida en algún lugar de los nueve mundos, a cambio de que el corazón de él vuelva a latir.
Una espada que nadie sabe dónde encontrarla, pero que conseguirá que ella no pueda salir de las profundidades de las tinieblas.
Una búsqueda que llevará a Birgitta, y a aquellos que deciden acompañarla, a un viaje por el resto de mundos donde deberán enfrentarse no solo a seres terroríficos, preguntas, respuestas y verdades todavía más dolorosas que las anteriores, sino también donde se cruzarán con todo tipo de seres: Elfos de la luz, gigantes de hielo, elfos oscuros, gigantes de fuego, dioses… Que guiarán su camino para llegar a su destino, que no siempre es el esperado y no siempre son las nornas quienes lo deciden.
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Tyr, montando su enorme caballo negro y vestido con una armadura dorada reluciente, empuñó su espada en el aire haciendo que brillara en medio del fuego, la oscuridad y la muerte que se habían apoderado del campo de batalla. Una tierra llana entre volcanes conocida como Nonesmanneslond, tierra de nadie. Un lugar neutral, donde morir significaba desaparecer para siempre de cualquier mundo, y el único futuro que se podía esperar era terminar reducido a cenizas o convertido en un alma perteneciente a Helheim como esclavo de Hela.
Todos los seres de los nueve mundos se enfrentaban para conseguir la victoria absoluta que les permitiría sentarse al Hlidskjalif, el trono de Odín, Dios de todos los dioses y seres vivientes de los nueve mundos. Tyr, con su espada forjada por los mismos enanos, hijos de Ivald, que habían creado la lanza de Odín, era invencible. Su poder era tan fuerte que podía matar a cualquier enemigo, o amigo, que se interpusiera en su camino.
Los gritos y los gemidos de los guerreros que luchaban retumbaban por aquellos parajes y las sombras de la muerte se llevaban a todos los einherjer caídos en combate, uno tras otro. Tyr cayó del caballo después de que un gigante de fuego diera un puñetazo a la bestia, haciéndolo volar por los aires. Quedó unos instantes aturdido, tiempo suficiente para que el gigante de fuego levantara el pie para aplastarlo, pero antes de que pudiera hacerlo, un grito lo detuvo.
—No! ¡Es mío! —Tyr levantó la cabeza y se encontró frente a Hela, la diosa de la muerte y la destrucción. Esta, sin que él pudiera moverse, con su magia lo levantó de la tierra húmeda, provocando que la espada le resbalara de entre los dedos.
Tyr, suspendido en el aire, observaba a la hermosa diosa de la muerte, al igual que lo hacía ella con una sonrisa en los labios. Sin poder evitarlo, esta lo lanzó, con su fuerza inhumana, contra uno de los volcanes que había entrado en erupción. El cuerpo de Tyr abrió un agujero en este, haciendo que su lava se esparciera y cayó de nuevo al suelo desde una gran altura. Tyr quedó tumbado encima de la tierra de aquel llano, que poco a poco se iba cubriendo de lava ardiente. Intentó levantarse, haciendo fuerza con los brazos y tosiendo sangre. Ya en pie, observó el campo de batalla. Estaba lleno de humanos, elfos, ogros, gigantes… Abatidos, cubiertos de sangre y con el rostro irreconocible. Hela, gracias a su magia, en décimas de segundos se volvió a postrar frente a él empuñando su espada, aquella arma que segundos atrás tenía agarrada y que ella le había hecho perder.
—No esperes que suplique por mi vida. Jamás subirás al trono. Quizás no sea yo, pero habrá alguien que terminará lo que yo he empezado. Hasta pronto, Hela —Tyr sonrió, Hela levantó la espada y la clavó en medio de su corazón, atravesando la armadura dorada y reluciente, digna de un dios, provocando que él y la espada desaparecieran frente a sus ojos. Hela gritó de desesperación y frustración, un grito que retumbó en medio del bullicio de la batalla.
Odín, desde su imponente palacio, observó cómo la espada de su hijo Tyr regresaba a Asgard. Volvía a encontrarse en el templo donde sería protegida por los tiempos de los tiempos. Estaba colgada de forma precisa para que reflejara los primeros rayos de sol matinal. En ese instante, fue consciente de la muerte de su hijo Tyr, el dios de la guerra.
Cada mañana, el Dios de los dioses, junto a Gud, su nieto e hijo de Tyr, iba a contemplar los rayos de sol del amanecer que la espada reflejaba. Era su pequeño homenaje para seguir manteniendo vivo su recuerdo.
Una mañana cualquiera, la espada había desaparecido. Odín, encolerizado, mandó a buscarla por cada rincón de los nueve mundos, pero esta, no apareció. Como último recurso, el Dios de los dioses decidió reunir a todos los sacerdotes de Asgard para encontrar respuestas y comprender cómo podía haber desaparecido de la noche a la mañana. Estos le revelaron que solo las Nornas podían saber la verdad absoluta de lo que había sucedido.
Odín no lo dudó ni un instante y mandó a sus Valkirias a visitar a las Nornas con el fin de descubrir la verdad de lo ocurrido. Estas solo decretaron que quien poseía la espada conquistaría el mundo y moriría por él, ellas eran sabedoras de la auténtica verdad de lo que había pasado realmente, pero a pesar de todos los ruegos, no quisieron desvelar la identidad de aquel o aquella que la poseía, ni el lugar donde se encontraba.
Los años fueron pasando y jamás nadie volvió a saber de la espada de Tyr, convirtiendo su historia en un mito que pasaría de generación en generación, sin ser jamás olvidada.